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viernes, 22 de julio de 2016

La noche de san Antón. Delirio hiperbólico con fondo verídico.


 Cuando vimos el montón de arena en la plaza, supusimos que iban a hacer una de las obras que últimamente florecen sin previo aviso por el pueblo y sus alrededores. Pero, cuál no sería mi dicha al descubrir que eran los preparativos de san Antón ¡Qué ilusión! Por primera vez en mi relativamente corta existencia, iba a estar presente en un hecho tan nombrado como alabado por nuestros mayores en sus remembranzas. Lamentablemente, mi corto entendimiento no pudo, por más que lo intentara, descifrar las precisas indicaciones temporales que los más informados del lugar me dieron. Tal parecía que frases tan cristalinas y meridianas como <<ya, la encenderán, ya>> o <<por la noche>> se tornaran para mí en encriptado código ocultista y pese a que consulté y debatí durante horas con mi fiel escudero, no logramos entresacar su significado exacto. En nuestra más tierna inocencia urbanita, y en un ataque de lo que creímos sentido común ( que como bien se sabe es el menos común de todos los sentidos) decidimos que lo más conveniente en un caso tal, era cenar temprano para poder salir a contemplar con calma el majestuoso encendido de la imponente pira. Pero nuestro gozo se transformó en dolor al escuchar, como si se hallaran en nuestra propia casa, los graznidos angelicales de nuestros zagales y mozalbetes, cargados de regocijo y algarabía. <<¡Ya arde, ya arde!>> vibraban sus candorosos trinos, próximos a hacer estallar nuestros tímpanos. Justo en el momento exacto en que nuestra cena humeaba en la mesa. Hallándonos ante tan triste dilema y ya habiéndonos perdido lo espectacular de la ignición, decidimos sacrificar los primeros momentos flamígeros en pro de nuestro estómago (básicamente porque las croquetas frías no hay quien se las coma). 

Con gran congoja en nuestro corazón, tomamos raudamente la citada refracción y nos dirigimos hacia la plaza en espera de disfrutar del alboroto popular y el ambiente festivo. A lo lejos se vislumbran ya las llamas que crepitan cual ascendentes y abrazadoras enredaderas, iluminando el hermoso cielo nocturno. Pero...¿Qué ocurre?...¡Oh dolor! ¡Oh funesta Parca! ¡Oh cruel Destino! La multitud que esperábamos ver se ha desvanecido como por ensalmo. Los pérfidos encantadores que acometieron contra Don Quijote se ensañan ahora con nuestra persona. Junto a las impetuosas llamas, lucernas candentes del nocturno cielo, no hay más que cuatro tácitas figuras solitarias custodiando la exuberante y altanera candelada.
¡Ay, mísera de mí! Y ¡Ay , infelice! Tan largos años aguardando este trance y ahora la decepción hace mella en mi espíritu al contemplar tan deprimente escena. Tras mi ardua inquisición a los valientes que han resistido la fuerza del embrujo para quedar vigilando las llamas, descubro que el horario oficial era <<la encienden cuando les parece>> eso hace, en parte, que nos sintamos mejor y nuestra angustia existencial decae, pero no logra frenar el impacto funesto de la siguiente nueva. No hay tal encanto ni hechicero negro, la multitud está en el bar cenando.
Mi cabeza da vueltas sin sosiego, la ecuación se dispara en mi mente: si X= encendido de la hoguera en la plaza e Y= cena en el bar y todos están cenando...X+Y= peligro de incendio. Ante mis ojos desfilan imágenes del pueblo desolado bajo el pasto de las llamas y me acontece un delirium tremens galopante. Suerte que mi escudero está allí para socorrerme y me conduce a casa. Cuenta la leyenda que durante largo tiempo pudieron verse en la plaza los restos del evento, desafiantes cenizas impregnadas de arena, sobre el gris asfaltado del firme.






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